LLORAR SIN LÁGRIMAS

 


Padre Marcelo Pérez Pérez, in memoriam. 

A principios del nuevo milenio, el periodista y afamado explorador méxico-hawaiano, Rufus Redondo, fue testigo de una conversación que habría de cambiarle la vida.

Rufus regresó después de varios años al pueblo natal de su madre, una comunidad al sur de México. Hacía muy poco tiempo que se había propuesto recuperar sus recuerdos más felices y sospechaba que aquel inhóspito lugar le ayudaría a refrescar su endeble memoria. Sus recuerdos eran difusos y se le presentaban de manera parcial y sin sentido. Se aferraba a un indescriptible sentimiento que experimentaba cada vez que intentaba recordar el aroma de pino en las montañas.

Aquella mañana salió a caminar muy temprano rumbo a la iglesia. Trataba de llenar sus pulmones con grandes bocanadas de aire matutino. Sonreía sin saber por qué lo hacía y se mantenía atento por si algún recuerdo emergía en medio de la neblina. Le hacía mucha ilusión encontrarse con el sacerdote que lo había acompañado en sus primeros años, antes de que sus padres se mudaran a Hawái, pero por una cuestión de edad, sabía que ese reencuentro era prácticamente imposible. No obstante, se confesaría. La última vez que lo hizo fue hace quién sabe cuántos años.

La iglesia estaba exactamente igual que cuando se mudó. La fachada mantenía ese pulcro color blanco con detalles verde olivo en las cornisas. El quiosco y un par de farolas completaban la postal de la iglesia en las faldas de la montaña. Dudó en entrar. Una fila interminable de jóvenes indígenas sin rostro, que esperaban afuera, le produjo la misma tristeza e indignación que las poseía. Lloraban sin lágrimas; gritaban sin voz.

Entró sin respetar la fila. Nadie se inmutó. El silencio envolvía el interior de la iglesia. No había cuadros ni estatuas, y la humedad había hecho aparecer hongos en el techo. Los bancos estaban desgastados y carcomidos. El altar era una mesa plegable con un mantel viejo y deshilachado. Rufus prestó poca atención a los detalles materiales; toda su curiosidad estaba dirigida al lúgubre ambiente que creaban las fantasmales confesantes. Buscó con la mirada el confesionario, pero como era de suponerse, no había ninguno.

A lo lejos se escuchaban potentes murmullos. Quiso acercarse de prisa, pero debía esquivar a la taciturna multitud. Cuando logró acercarse, encontró a un joven sacerdote con lentes a medio entintar que escuchaba con profunda atención a una niña de espíritu indomable en la primera fila de asientos. Fue entonces cuando supo que la pena que inundaba el corazón de aquellas personas se debía al asesinato de una madre. Trató de escuchar la conversación que reproduzco aquí, tal como está escrita en su diario de viaje número 7.

—…si Dios fuera bueno no hubiera permitido que mataran a mi mamá. No voy a aceptar que me haga rezar ningún Padre Nuestro porque yo no he pecado. No quiero su ayuda si lo único que va a hacer es escuchar. Yo no pienso agachar la cabeza como todos los demás.

—Entiendo tu dolor, hija mía. Yo tampoco sé porque pasan cosas tan terribles, pero la fe no significa tener todas las respuestas, sino más bien, confiar en Dios aun en medio de la oscuridad y el sufrimiento. No te pido que agaches la cabeza y tampoco quiero que reces si no quieres. Pero quiero que sepas que Dios escucha, aunque a veces parezca que guarda silencio. Solamente Dios sabe porque hace las cosas.

—¿Usted también va a guardar silencio, Padre?

—Dios está aquí con nosotros y en nuestro dolor, hija mía. Y yo estaré siempre con ustedes. Levantaremos la voz y juntos exigiremos justicia. Que Dios nos ampare.

En ese momento, los recuerdos del porvenir se hicieron presentes para Rufus. Supo entonces que aquellas palabras de consuelo pertenecían al padre Marcelo Pérez, hijo de campesinos indígenas tzotziles, quien fuera ordenado sacerdote en 2002, impulsado por su deseo de servir a las comunidades olvidadas de Los Altos de Chiapas. Durante años, estará al frente de las parroquias de Chenalhó y Simojovel, donde su voz resonará más allá de las misas. Supo también que Marcelo se convertirá en un mediador cuando las disputas por el control del territorio y el poder local envuelvan a sus comunidades en el caos. Recordó también las palabras que el Padre pronunciará sin miedo cuando sus acciones lo pongan en la mira de aquellos que prefieren el silencio y el sometimiento: “En Simojovel le pusieron precio a mi vida”. Supo que se mantendrá firme y fiel a su promesa, a pesar del peligro y las constantes amenazas. Lo vio encabezando marchas y manifestaciones por la paz, denunciando la violencia que convertirá a Chiapas en una “bomba de tiempo”.

Rufus también recordó, con profundo pesar, la mañana del 20 de octubre de 2024, cuando el padre Marcelo saldrá de oficiar la misa dominical, se dirigirá a su automóvil y será asesinado a los 51 años por el crimen organizado. Supo que el eco de su muerte resonará en todo el mundo y que su lucha, será la lucha de la humanidad. Recordó las palabras que pronunciará el Papa Francisco: “Me uno a la amada iglesia de San Cristóbal de las Casas, en el Estado mexicano de Chiapas, que llora el asesinato del sacerdote Marcelo Pérez Pérez el pasado domingo. Que su sacrificio, como el de otros sacerdotes asesinados por fidelidad al ministerio, sea siempre de paz y vida cristiana”. Recordó y pudo ver a toda la gente que acompañará al Padre Marcelo en su funeral. Rufus, irremediablemente, lo recordó.

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