El sueño de Miguel
Pocas cosas son más frías que un invierno en soledad, o que aquel cuarto de interrogatorios en la frontera de Guatemala y México en el que se encontraba Miguel. No era, ni mucho menos, una cámara de Gesell; más bien tenía el aspecto de una bodega abandonada.
Miguel estaba sentado de un lado de la mesa plegable de aluminio. Tenía los labios resecos debido a una evidente deshidratación. Las últimas señales de agua en su cuerpo se evidenciaban en las huellas que habían dejado unas lágrimas que corrieron, en algún momento, por sus manchadas mejillas. Al otro lado de la mesa se encontraba un oficial de migración. Los botones de su camisa estaban a punto de reventar debido a una inmensa barriga que no estaba cómoda. Su aspecto era amenazadoramente ridículo.
―Yo no sé qué le habrán dicho los policías que me detuvieron ―dijo Miguel con voz quebrada, pero firme―. Lo que sí sé, es que estoy aquí porque me desmayé cuando me golpearon, y fue ahí donde tuvieron oportunidad de arrestarme. ¡Son unos cobardes! ¿Quién se atreve a golpear a un joven indefenso por la espalda, eh?
Miguel, que apenas podía articular una frase sin quejarse del profundo dolor que sentía, siguió intentando responder las supuestas preguntas que formulaba el oficial.
―¿Que si tengo sed? ―preguntó irónico―. Es lógico. No hemos tomado mucha agua que digamos. Hemos caminado cientos de kilómetros en una semana, y las condiciones en las que lo hemos hecho no han sido las más favorables. No me estoy quejando, solo le estoy comentando. A fin de cuentas, yo decidí unirme a esta diáspora.
»Le cuento: salimos de San Pedro Sula en Honduras, cruzamos Guatemala y teníamos pensado seguir hasta los Estados Unidos. Pero, desgraciadamente, a México le tocó ser el territorio que separa a la América Latina de Norte América.
Miguel se percató de que había sido lo suficientemente irreverente como para hacer enojar a la autoridad, pero lo valientemente ingenuo como para no haberlo notado. Un temor inexplicable lo hizo tartamudear. Su conciencia le recomendaba responder de manera concisa para no dar muchos más detalles, pero no se pudo contener.
―¿Le puedo decir qué es lo que más miedo me da? ―Sin hacer una pausa para que el policía pudiera contestar, Miguel continuó―: No me asusta caminar todo el día y a veces toda la noche sin rumbo; no me espanta pasar hambre o frío; no me da miedo que unos locos policías me golpeen hasta dejarme inconsciente. Lo que realmente me aterra es que no pueda cumplir mi promesa: lo único que pretendo es ver sonreír a mi madre. ¿Desde cuándo ser de diferentes nacionalidades es un delito? Las fronteras, oficial, no son líneas imaginarias que dividen países, son muros reales que dividen personas, familias y sueños.
El ambiente estaba tenso. Miguel se daba cuenta de que sus palabras eran provocadoras e impertinentes. Reflexionó y supo que lo más prudente era ofrecer disculpas. A lo lejos, se escuchaba el bullicio de la multitud que había logrado derrumbar la reja que dividía la frontera. Pretendían cruzar, costara lo que costara.
―¿Qué nos hace distintos? ―dijo Miguel, pensando que era la mejor forma de disculparse―. Yo no tuve la culpa de nacer en Honduras, usted no tuvo la culpa de ser mexicano. Es cuestión de suerte. La migración es lo mismo que la movilidad internacional; la única diferencia es la cantidad de dinero que tienes en los bolsillos. ¿A quién le hago daño, oficial? ¿Me pregunta usted qué es lo que pretendo? Trabajaré día y noche si es necesario con tal de que mi familia esté bien. ¿No hace usted lo mismo, señor policía? ¿No sale a trabajar todos los días para llevar a la mesa un plato digno de comida? ¿No se revienta el lomo para que sus hijos tengan una buena educación? ¿No intenta que a los suyos no les falte nada? ¿Por qué, entonces, yo no tengo el mismo derecho de hacerlo en condiciones dignas?
Miguel se encontraba agotado; la lengua se le pegaba al paladar con cada palabra que decía. Pero también estaba cansado de la situación; era como si hablara solo. Hasta entonces, no existía denuncia formal en su contra, ni en contra de los otros cuatro mil migrantes. El tiempo avanzaba con lentitud y el oficial de migración no era capaz de emitir emoción ni juicio alguno. La cabeza de Miguel estaba a punto de explotar.
―Entonces, oficial, ¿cómo nos arreglamos? ―se arriesgó Miguel―. ¿Qué haría en caso de que, en mi lugar, estuviera su hijo? En efecto, ambos conocemos la respuesta. Haré de cuenta que nada de esto ocurrió y no les guardaré rencor.
Ojalá hubiera visto aquella mano que se dirigía furiosa hacia su mentón. Tal vez así hubiera podido hacer algo para evitar semejante cachetada que le acababan de propinar.
―Despierta, carajo ―gritó el Coyote, un amigo que había conocido durante el viaje―. Conseguí un poco de agua, ¡bebe!
―Cálmate, cabrón ―respondió Miguel mientras intentaba incorporarse para tomar un poco de agua. Le habría agradecido el gesto de no ser por el desproporcionado golpe que lo había hecho volver a la realidad―. Ya hablé con el policía, le conté nuestra historia. Sin duda, lo conmoví. Lo más seguro es que nos dejen cruzar.
―¿Cuál policía, Miguel? ―susurró el Coyote entre nervioso y entusiasmado, mientras recogía las mochilas del suelo―. Aquí los policías no hablan; golpean. Te recuperas en el camino, no tenemos mucho tiempo. Acabo de hablar con un balsero y nos cobra un dólar por cruzar el Suchiate. ¿Vienes o prefieres que te deporten?