La llegada. La sonrisa.
La noche fue distinta a las demás, tomaba café con mi madre mientras esperaba al taxi que pasaría por mi para viajar al aeropuerto de la ciudad de México. La atmósfera era particular, hacía un frío agradable, aunque incierto. Mi mamá me dio un beso para desearme un buen viaje y realizó el ritual que siempre ha hecho, me persignó haciendo la señal de la cruz. Su suave y envejecida mano me tocó la frente, la panza, los hombros y el alma. Lo único que yo pude hacer para corresponder aquel bello gesto fue besarle los dedos. Nunca me he sentido cómodo con ese acto ceremonial, pero sé que es algo que a ella le gusta. Definitivamente se queda siempre más tranquila. Ella piensa que me arroja una especie de bendición vinculada a un ser divino para que no me pase nada, lo que realmente hace es crear una especie de protección materna vinculada a la emoción del recuerdo.
―Ponte chamarra. ―Fue lo último que escuché antes de salir de casa.
Para disminuir las sensaciones de la emotiva despedida, en el taxi iba pensando en una frase: “la sonrisa es el lenguaje universal de los inteligentes”. No me acuerdo en donde leí la frase y hacía esfuerzos inútiles por querer acordarme de donde había sacado semejante pincelada de hipocresía. No me refiero a que la frase sea hipócrita, me refiero a la sonrisa. ¿Será que todos los inteligentes son hipócritas? A mi no me gusta sonreír. ¿O no soy inteligente o no soy hipócrita? Quizá simplemente solo he utilizado un leguaje más común: la palabra.
El viaje aconteció de manera ordinaria, el vuelo sin contratiempos, la llegada sin demoras y las azafatas hermosas. Llené el formulario aún en el avión minutos antes de aterrizar, las preguntas eran simples, ¿cuántos días permanecerás en territorio canadiense? ¿Cuál es el motivo de tu viaje? ¿Con quién viajas? ¿Cuántas maletas tienes? ¿Portas contigo algún tipo de droga? ¿Traes armas? En general respondí más o menos con honestidad.
Al aterrizar y salir del avión lo primero que hice fue formarme en una fila que parecía inmensa. No tarde mucho tiempo en deducir que era para registrarnos. Conforme fui avanzando me di cuenta de lo que teníamos que hacer, colocar el pasaporte en una especie de cristal que escanea tu documento de identificación. Me parecería justo que la máquina advirtiera que al final de responder las mismas preguntas que has contestado en papel en el avión, te va a tomar una fotografía. Así, por lo menos, después de volar cinco horas, esperar en el aeropuerto para abordar otras tres, viajar de casa al aeropuerto otras dos y haber permanecido despierto todo el día que acababa de pasar, estaría atento para que la foto me hubiera hecho un poco de justicia.
En fin, me reincorporé a la fila para cruzar el primer filtro. A pesar de que avanzábamos despacio, tenía toda la pinta de ser un trámite burocrático organizado y eficaz. Cuando fui el primero en la fila, me sorprendí al encontrarme de frente a la oficial de migración más hermosa e imponente que había visto nunca. En realidad, era la primera oficial de migración que veía en mi vida, pero aquella mujer era realmente bella, fue un error descriptivo haber llamado hermosas a las azafatas.
―Parlez-vouz francais? ―Me preguntó esbozando una sonrisa perfecta, aunque previsiblemente cansada por tener que mantenerse así durante el tiempo que duran en pasar todos los pasajeros del avión recién llegado.
―No ―Respondí sin ni siquiera entender algo de lo que me había preguntado. Eso sí, con una sonrisa cómplicemente fingida.
―English? ―Me preguntó al tiempo que iba desapareciendo aquella inolvidable sonrisa.
―Un poco ―Le dije en español. No sé si lo hice para que intuyera que mi inglés es malo, o simplemente por la distracción que provocan los estragos del enamoramiento.
―What is the purpose of your trip? ―Preguntó con amable autoridad y media sonrisa en los labios.
―Mmm. Holidays ―Respondí dubitativo porque no sabía exactamente cual era la diferencia entre holidays y vacations. Es más, ni siquiera sabía si vacation era una palabra en inglés.
―Are you traveling with someone? ―Me preguntó disminuyendo notoriamente la fingida, pero aún amable sonrisa de hospitalidad.
―No… No. ―Dije nervioso. El primer no, era la respuesta a la pregunta. Mi intención era formular una frase más larga en inglés, pero después de un instante me di cuenta de la incapacidad del dominio de mi segundo idioma y decidí que, la mejor manera de parecer una persona confiable, era responder preciso. El segundo no, fue la reafirmación de la duda.
―Wait in the immigration room number one, please ―Lo dijo con desprecio, sin sonrisa.
―Thank you ―Respondí con una sonrisa estúpida sin querer darme cuenta de lo que acaba de ocurrir.
A partir de ese filtro, las personas de la fila se dividían en dos grupos. Los afortunados bienvenidos y los del posible futuro incierto. Me uní al segundo grupo en busca del cuarto de migración, en mi caso el cuarto número uno. No hizo falta ni buscarlo, caminé hacía el único cuarto que había. Un cuarto de cristal con un elegante letrero que decía Immigration Office.
A la entrada me dieron un ticket con mi turno, ni siquiera lo vi en ese momento. Tenía la boca seca y me encontraba intranquilo. Busqué una silla para relajarme un poco y tratar de pensar en lo que había pasado.
―¿Por qué carajo me puse tan nervioso? ―pensaba desde mi lugar, mientras observaba como salían del cuarto cientos de personas de diferentes nacionalidades, colores y sabores. Algunos llorando, otros suplicando, pero solo poquísimos, sonriendo.
Dentro del cuarto, había más o menos diez módulos de atención, detrás de los módulos se encontraban agentes de migración que, después supe, se encargaban de interrogarte. Personas de distinto origen y diferentes estados de ánimo, pero con un objetivo en común: descubrir la mentira para no permitirte el acceso.
Permanecí sentado durante mucho tiempo, no sé cuánto. Me movía constantemente por la incomodidad que genera estar sentado durante un tiempo indefinido. Comencé a sudar ligeramente y me quité la chamarra para tratar de atemperar el calor que sentía. Pensé en todo lo que se puede pensar mientras se espera. Sabía que había fallado en la primera entrevista, no quería fracasar en la segunda.
Entonces, me di cuenta de que la espera también debería ser considerado como un método de tortura. Un método bastante eficaz, por cierto. Estaba ya desesperado, así que, traté de dejar de pensar, qué difícil es poner la mente en blanco cuando vislumbras tu destino. Solo podía concentrarme en observar a los agentes de migración que rechazaban a cientos de personas. Algunas personas pasaban al módulo durante un par de minutos y otros se quedaban durante horas. Pocos pasaban con éxito la prueba del interrogatorio.
A pesar de haber innumerables personas en la sala, la bulla era muy similar al silencio. Salvo el ruido de algunos niños que se encontraban jugando o llorando y las voces de las personas que estaban siendo interrogadas, el ambiente del lugar era parecido al de un funeral. Quizá porque los destinos trágicos dependen de circunstancias ajenas a la voluntad.
Fue ahí, inmiscuido en mis pensamientos, cuando me di cuenta de que había una persona gritando números. Busqué el ticket que me dieron al entrar y vi que mi número era el E012. Ahora tenía algo que hacer, estar atento para escucharlo. Primero lo decían en francés, luego en inglés. De verdad tenía que estar atento.
Si ya era tortuoso estar esperando sin saber en qué momento me llamarían, lo era aún más estando al acecho de un número que no tenía ni idea de cómo se diría en francés. Me concentré en escuchar twelve. Y así pasé otro largo rato.
―Zéro douze ―se escuchó primero. ―Zero twelve ―gritó el mismo hombre.
Me paré de un salto, me puse mi chamarra para no dejarla en el suelo, tomé mis maletas y me dirigí al hombre que inmediatamente me señaló el módulo número ocho. Todo eso lo hice mientras pensaba una sola cosa.
―Parlez-vous francais or english? ―dijo un hombre quijotesco.
―Español ―respondí casi sin dejarlo terminar la frase.
―Buenos días. ¿Por qué traer abrigo? Afuera hay treinta grados ―dijo. Percibí varías cosas en su saludo. La erre francesa, el aparente amable esfuerzo que realizaba al hablar español, una sonrisa irónica y la profunda convicción de echarme de ahí.
―Estábamos a ocho grados cuando salí de México y el aire acondicionado del avión y del aeropuerto no dan fe del calor que hace allá afuera ―respondí. A mi parecer, de manera contundente, aunque nada sincera. De haberlo sido, tendría que decir que mi madre es una obsesiva con las chamarras y que no le pareció suficiente la sudadera que llevaba puesta.
―Creo que tu querer quedar hasta el invierno ―me dijo mientras me arrebataba el pasaporte. Su español no era perfecto, pero era suficiente para darnos a entender, por lo menos era mejor que mi inglés.
―No, no. ¿Cómo cree? ―le dije sin aparentes titubeos.
―¿Propósito del viaje? ―dijo sin mirarme a los ojos. Tecleaba algo en la computadora viendo mi pasaporte.
―Vengo de vacaciones. Quiero aprovechar el periodo de vacaciones en la universidad para conocer un poco.
―¿Hospedaje? ―me dijo apoyando las manos en su barbilla y los codos en la mesa mientras me sonreía desafiante.
―Aquí está ―lo dije con una seguridad inusitada. Le mostré mi celular en donde estaba el correo de confirmación. Sabía que era una pregunta de protocolo y por eso, hace un par de días, hice una reservación en un hotel que permitía la cancelación de la reserva sin penalización.
―¿Vuelo de regreso? ―me dijo ahora sin quitarme la mirada de encima.
―Con mucho gusto ―dije eso con una sonrisa espontánea porque estaba enrachado. Le mostré la imagen que contenía el itinerario del vuelo, solo el itinerario.
―¿Venir solo? ―preguntó sin saber si había formulado bien la pregunta. Su sonrisa seguía siendo sarcástica y por compromiso.
―Si, viajo solo ―respondí sin trastabillar.
Ahora pienso que, hasta ese momento, la balanza se inclinaba a mi favor. No había cometido ningún error y había probado todo lo que interesaba ser probado. Sin embargo, el oficial de migración no estaba satisfecho. Observaba con detenimiento mi pasaporte, la confirmación de la reservación del hotel y el itinerario del vuelo de regreso. Todo eso lo hacía mientras formulaba en su mente la próxima pregunta. Pero en ese momento se dio cuenta de algo que no cuadraba. Yo había declarado, tanto en el formulario del avión, como en la insolente máquina de fotos, que permanecería en el país durante un periodo de 48 días, no obstante, la reservación en el hotel la hice solo para una semana. Error de principiante.
―¿48 días y solo una semana de hotel? ―dijo con aire victorioso.
Después de que el oficial hiciera esa pregunta, la balanza se equilibró inmediatamente. La respuesta que daría, ya no eran simples palabras, sino que se convertirían en un arma que actuaría como contrapeso.
―Lo reservé solo por una semana para ver las condiciones en que se encuentra el hotel ―dije por decir para que no existiera un margen muy amplio de tiempo entre la pregunta y la respuesta―. A veces las imágenes de los anuncios no corresponden con la realidad. Prefiero haber pagado por poco tiempo y en caso de que el hotel no cumpla mis expectativas, podré buscar otro sin la necesidad de estar obligado a pasar un largo periodo en un lugar que no es de mi agrado.
―¿Alguien te espera? ―dijo repentinamente en un perfecto español, no sé si porque la frase es corta o porque de casualidad también era hispanohablante. De cualquier modo, me saco de mi según yo, lógica imbatible. Nada tenía que ver esta pregunta con el ritmo de la conversación que hasta ahora habíamos mantenido.
―Si ―dije sin pensar.
―¿Quién? ―dijo mientras se recargaba en el respaldo de la silla para obtener una postura más relajada, pero sobre todo confiada. Me miraba con desaire.
―Mi papá, señor ―dije sin más remedio.
Mi vista se comenzó a nublar. Tenía sed. Hambre. Lo estaba mirando a la cara y podía ver cada detalle de su bigote encanecido. La imagen que estaba observando, se empequeñecía poco a poco y después, lentamente regresaba a la normalidad. Me estaba venciendo el cansancio y las ganas de desistir, pero aún podía resistir un poco más.
―¿Y por qué no me dijiste cuando te lo he preguntado? ―Su sonrisa se tornó burlona. Sabía que ahora sí tenía la sartén por el mango.
―Me preguntó si venía solo y, en efecto, he viajado solo. He respondido exactamente lo que me ha preguntado, oficial ―dije intentando imitar discretamente su sonrisa, la cual cambio de sarcástica a molesta, pero definitivamente no era una sonrisa amigable.
El interrogatorio giró, de manera inesperada, en torno a mi padre y eso era ciertamente incómodo. No porque no lo conozca, de hecho, lo conozco bien, sino porque yo no sabía que había dicho él durante su interrogatorio, así que, en caso de haber un registro preciso, podía equivocarme en cualquiera de mis respuestas.
―¿En dónde está tu padre? ―dijo asumiendo que me reuniría con él. Seguía tratando de ser amable, pero notoriamente le costaba más trabajo que antes.
―Exactamente no lo sé, no vengo con él ―dije pensando que no importaba realmente lo que dijera o dejara de decir con respecto a mi papá. Pues no me reuniría con él y eso deshacía de inmediato el vínculo que el oficial pensaba que existía. Aunque acto seguido, me di cuenta de que tenía que responder a esas preguntas incluso en contra de mi voluntad. Tratar de evadir las preguntas también es una forma de mentir, supongo.
―¿Se hospedarán juntos? ―dijo serio.
―Si ―dije arrepintiéndome en el acto―. Quiero decir que, aún no se si nos vayamos a ver en estos días. Seguramente nos hospedaremos juntos alguna noche, pero no sé si sea precisamente ésta.
Imagino que, a esta altura de la entrevista, el oficial de migración ya había tomado una decisión. Aún no me explico por qué me siguió interrogando, quizá porque se divertía, no lo sé. Pero esa codicia, me dio una última oportunidad que tampoco supe aprovechar.
―¿Cuánto dinero tienes? ―preguntó mofándose.
―Cien dólares… ―traté de responder rápido y con honestidad por primera vez. Y cuando le iba a explicar que era lo que había cambiado en el aeropuerto antes de volar y que lo demás lo tenía en mi cuenta de banco, me interrumpió con una carcajada.
―Cien dólares no te alcanzarán para estar aquí un mes y medio ―dijo demostrando que su trabajo le gustaba.
―Lo sé, pero tengo más en el banco ―dije comenzando a resignarme.
―Pruébalo ―dijo con una sonrisa desafiante.
Sin decir nada, le mostré en el celular mi saldo actualizado en tiempo real. Me arrebató el celular, una vez más, y se quedó mirándolo por un rato. Después abrió la calculadora en su ordenador e hizo la conversión.
―Me dijiste que eres estudiante, ¿por qué tienes mucho dinero?
―También trabajo, oficial ―dije ya sin ánimos.
―¿Y quieres trabajar aquí?
Estaba sofocado. Sabía que la decisión ya la había tomado. Todo lo que respondiera a partir de este momento ya no importaba.
―Ya estoy cansado, yo no soy ningún mentiroso. Estoy de vacaciones en la universidad, por eso decidí hacer este viaje. He demostrado que tengo el dinero suficiente para permanecer en el país durante el periodo que he declarado. Y también he demostrado que regresaré. Así que, por mi parte no tengo nada más que decir ―dije pensando que, a lo mejor, volvería a ver a mi madre.
―Bienvenido a Canadá ―dijo con una sonrisa de complicidad absoluta mientras sellaba el pasaporte.