BANDERA BLANCA
No es la primera vez que se deja entrever esta claudicación. Recordemos lo dicho por el general Francisco Jesús Leana Ojeda, comandante de la Tercera Región Militar: “La paz no depende de nosotros, depende de los grupos criminales”. Lejos de ser un comentario desafortunado, sus palabras son el retrato crudo de un gobierno que ha perdido toda capacidad de ejercer su autoridad. Con más de 200 asesinatos y desapariciones en Sinaloa en menos de un mes, ¿cómo puede el Estado pensar que ondear una bandera blanca desde un helicóptero militar sea una respuesta sensata? Este gesto no es más que una burla cínica a las víctimas de una guerra que las autoridades parecen incapaces –o quizá no están dispuestas– a enfrentar.
¿Qué puede sentir un ciudadano al ver una bandera blanca ondeando desde un helicóptero militar? ¿Seguridad? ¿Protección? Difícilmente. Lo que percibe, me parece, es abandono. El Estado, que debería garantizar lo más básico, ha colapsado frente a sus ojos. Ese helicóptero no llevaba un mensaje de paz o de tregua, sino de rendición. ¿Para qué sirve un gobierno que observa impotente mientras el crimen organizado extiende su fuerza sin oposición?
Peor aún, la bandera blanca ondeando sobre Culiacán no es
sólo la derrota del gobierno en Sinaloa, es el emblema del desmoronamiento del
Estado en todo el país y la aceptación implícita de que se está librando una guerra. Este símbolo es la admisión tácita de que el gobierno
ha renunciado a su deber más básico: proteger a su población. Las instituciones
pierden legitimidad, el contrato social se desvanece y la vida de los
ciudadanos queda a merced de aquellos que monopolizan la violencia. Si el
gobierno no reacciona con firmeza, esa bandera no será únicamente un símbolo de
derrota en una ciudad; será el epitafio de un país que ha sido vencido por el
crimen organizado.
