CELEBRO TU VIDA, IFIGENIA
Otra vez un comunicado insípido. El 05 de octubre, en un tweet, Ricardo Monreal escribe: “Con profunda tristeza comunico el sensible fallecimiento de la maestra Ifigenia Martínez y Hernández, presidenta de la Cámara de Diputados, información que me ha confirmado su familia. Que descanse en paz tan extraordinaria mujer y sus seres queridos encuentren pronta resignación”. Un mensaje estándar, simple y lleno de clichés, como si la grandeza de una vida como la de la Maestra Ifigenia se pudiera resumir en un par de frases de pésame automatizado. Yo no lamento su muerte. ¿Por qué habríamos de lamentar la partida de una mujer de 99 años, cuya vida fue, en sí misma, un himno a la resistencia? Si algo hay que lamentar, es que los discursos oficiales se refugien en la mediocridad y la conveniencia.
Ifigenia Martínez no murió de forma trágica ni se despidió del mundo antes de tiempo. Vivió plenamente hasta su último día, con la misma dignidad que guio cada paso de su carrera. Pero aquí estamos, fingiendo lamentos. ¿Por qué a la clase política le resulta tan difícil ver la grandeza de una vida vivida a plenitud y, en cambio, se refugia en la comodidad de la tristeza prefabricada? Decir “lamentamos profundamente” es fácil, repetitivo y vacío. Celebrar una vida como la de la Maestra Ifigenia es otra cosa: requiere un poco de coraje, requiere entender que, a veces, la mejor forma de honrar a alguien no es con lágrimas forzadas, sino con un aplauso sincero a su legado.
Yo no lamento su muerte. Yo celebro su vida. Celebro que Ifigenia Martha Martínez y Hernández haya nacido el 16 de junio de 1925 en la Ciudad de México, en un país que aún respiraba el polvo de la Revolución Mexicana. Celebro que, contra todo pronóstico, se haya convertido en la primera mexicana en obtener una maestría en economía en la Universidad de Harvard, desafiando las expectativas de su tiempo. Celebro que haya sido cofundadora de la CEPAL en 1950. Celebro que haya defendido a la UNAM frente a las botas militares en 1968, cuando Ciudad Universitaria se convirtió en un campo de batalla. Celebro que en la década de los 60 se haya convertido en directora de la Escuela Nacional de Economía. Celebro que haya renunciado al PRI cuando vio que ese monstruo ya no podía contener sus sueños democráticos y, junto a Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, fundara el PRD. Celebro que se haya mantenido firme al lado de López Obrador, no por lealtades ciegas, sino porque siempre creyó que ahí estaba la última chispa de un proyecto digno de nación.
Celebro que, hace un par de días haya entregado la banda presidencial a Claudia Sheinbaum, la primera presidenta de México, que significó el cierre simbólico de un ciclo histórico. Celebro que Ifigenia Martínez estuviera allí, en el centro de la escena, como testigo y artífice de la historia que ayudó a construir.
No, no lamento su muerte. Me niego a fingir que la muerte de
una mujer de 99 años, que mantuvo una lucidez política hasta el final, sea una
tragedia. La verdadera pérdida sería no aprender de su vida, dejar que sus
luchas se pierdan en la monotonía de un comunicado vacío. Celebro, más bien, que
haya ocupado espacios que estaban vedados para las mujeres, que haya sido
catedrática, diplomática y una luchadora social incansable. Celebro que
Ifigenia Martínez haya sido la voz crítica que muchos no querían escuchar. La
verdadera muerte no es dejar de existir, la verdadera muerte es ser
irrelevante, y a ella nadie la va a borrar de la memoria. La recordaremos siempre
porque no se rindió ni un solo día de su vida.
Que los otros sigan lamentando, yo prefiero celebrar recordando sus últimas palabras: “Hoy, las mujeres, junto a los hombres, estamos listas para continuar construyendo el país que soñamos. El de un México libre e igualitario. Un país donde el liderazgo femenino dejará de ser la excepción, para convertirse en norma. Desde esta soberanía, le decimos que no está sola. Que la lucha por la justicia y por la igualdad es de todas y de todos. Y que no descansaremos hasta lograr una democracia plena, donde no haya distinción de género, clase o condición. Que nuestras diferencias no nos dividan, sino que sean la fuente de propuestas y de soluciones compartidas a los distintos retos que enfrentamos. Hoy, más que nunca, necesitamos tender puentes entre todas las fuerzas políticas, dialogar sobre nuestras divergencias y construir, juntas y juntos, un país más justo y solidario”.
