ÁNIMA

 

“La técnica no es la enemiga del hombre, sino la condición de una nueva humanidad. Pero para ello, debemos dejar de tratarla como un simple instrumento”, Gilbert Simondon.

Leopoldo Astorga Arnaiz fue la última persona a la que se le implantó el chip. No el último del día, sino el último de todos. ¿En qué momento dejamos de ser humanos para convertirnos en cíborgs? O, mejor dicho: ¿alguna vez lo fuimos?

Todo comenzó sin dramas ni escándalos. Primero con unos lentes de prescripción exacta que, de paso, grababan audio y video. Luego vinieron los visores de realidad aumentada: mirabas una calle y flotaban las reseñas del café, el historial penal del mesero, las alergias del tipo que pasaba corriendo, la aprobación social del peinado de una desconocida. Cada rostro llevaba una etiqueta: disponible, inestable, influyente, irrelevante. Después llegaron los famosos audífonos implantables: traducían cualquier idioma en tiempo real, pero también lo que debería seguir siendo incomprensible. Captaban el desprecio envuelto en cortesía, la culpa disfrazada de preocupación, incluso ese dialecto corporativo donde el “buen trabajo” significa “hazlo otra vez”. 

La noticia no tardó en hacerse espectáculo. En México, un niño sordo rompía en llanto al escuchar por primera vez la voz de su madre; en India, un anciano con Parkinson recobraba el equilibrio y cruzaba una calle sin bastón; en Nigeria, una niña ciega veía llover y preguntaba por qué el cielo lloraba. ¿Quién osaría cuestionar una tecnología que devolvía lo que nunca debió faltar? El dispositivo se llamó Ánima y se vendía como una prótesis para el alma. ¿Quién iba a resistirse? Los hubo, claro. Algunos lo intentaron. Citaron a Orwell hasta el cansancio y a Foucault con resignación. Pero hablaban en voz baja y cada vez a menos gente. La historia no se detuvo a escucharlos. En menos de un año, llevar el chip dejó de ser una elección: era la diferencia entre pertenecer o volverse invisible. No más gordos. No más feos. No más idiotas. Era la consigna.

Luis Astorga, profe de filo en la universidad, resistió todo lo que pudo. Para algunos no fue suficiente, pero para otros, haber sido el último era un logro. No fue por voluntad propia, lo hizo una semana después de que murió su esposa. Ese día...

—Un momento. ¿De verdad se considera usted un escritor, mozalbete iletrado? En primer lugar, no me llamo Luis, soy Don Leopoldo Astorga y Arnaiz, aunque le cueste más trabajo. Y para su información no me implantaron ningún miserable artilugio…

—Don Leo, por favor... tranquilo. Es solo un cuento. Una historia de ficción, de esas que se escriben sobre futuros distópicos cuando sobra café y falta consuelo. Usted no es real. Es un personaje. Una voz que imaginé para ilustrar lo que podría pasar... nada más.

—Permítame, entonces, recuperar la voz. Soy Don Leopoldo Astorga y Arnaiz, catedrático numerario de filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México, doctor por la Complutense, autor de tres tratados y siete silencios. Y niego categóricamente las infamias vertidas en esta vulgar narración, escrita por un sujeto que ignora incluso la diferencia entre una distopía y un delirio tecnofóbico. En primer lugar, yo jamás permití que se me implantara dispositivo alguno, ni chip, ni diablillo, ni ese tal “Ánima” -nombre, por cierto, mal empleado y peor pensado-. En segundo lugar, mi esposa no ha muerto, sino que se encuentra ahora mismo preparando un consomé de borrego, cuya receta, dicho sea de paso, no necesita inteligencia artificial. Y, por último, le aclaro que la realidad no se fabrica con futuros hipotéticos ni con adjetivos apocalípticos. El hecho de que usted me escriba no lo convierte en mi creador, así como el hecho de que yo lo contradiga no me vuelve suyo. 

»¿No se ha preguntado, queridísimo mozalbete, si acaso es usted el personaje? ¿Si no es este cuento el que lo está escribiendo a usted, cada vez que cree pensar por cuenta propia? ¿Y qué tal si el chip del que usted tanto habla no estuviera en su imaginación, sino ya instalado en su cabeza, justo ahora, mientras escribe estas líneas convencido de ser libre?


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